miércoles, 3 de abril de 2013

Libertad: una utopía


Creer en la libertad es el primer paso hacia la servidumbre, la primera gran idea que, proviniendo del exterior, empezará a expandirse hasta envolver la esencia de todo aquello que, de otra forma, podría haber llegado a ser algo más íntimo. Deseamos ser nosotros mismos, pero para eso tenemos que renunciar a nuestro yo, es decir, a nuestros deseos más inconfesables, a nuestras ansias más extravagantes... También anhelamos ser normales, y para ser normales no podemos permitirnos tener según qué pensamientos... Alejarnos de los convencionalismos sería como renunciar a la raza a la que pertenecemos. Tenemos miedo a la soledad, por eso obedecemos y nos comportamos como se espera que obedezcamos y nos comportemos... ¿Quién quiere ser un extraño en un mundo en el que se arroja al abismo todo lo que no llega a comprenderse? El yo es un estigma que la sociedad procura extirpar lo antes posible... El sano es el autómata, el predecible, el que imita sin saber lo que imita, el que actúa antes de saber nada, el que, ante la vorágine más desconcertante, se siente tranquilo e incluso intensamente amado por el prójimo. Es normal que pensemos que somos dueños de nuestras creencias, que somos nosotros quienes elaboramos la forma de nuestros ideales, y es que ya no somos capaces de ver las fuerzas externas que nos inclinan, nunca mejor dicho, a razonar de una u otra manera... El poder se vuelve invisible cuando actúa prematuramente... Sólo en los niños detectamos de vez en cuando una mirada genuina aun capaz de sorprendernos por su misteriosa singularidad, de tal modo que los más pequeños parecen ser los únicos que hacen frente a ciertos dictámenes sociales que, por uno u otro motivo, no terminan de arraigar en ellos. Nos hallamos en un estado problemático, en un punto en el que las incoherencias se suman unas a otras y en donde cada intento por escapar del absurdo se convierte en un paso al hundimiento definitivo de nuestra auténtica manera de ser. Y es que, y en este punto radica el drama, para poder pertenecer a algo debemos dejar de pertenecernos a nosotros mismos, debemos abandonarnos para siempre, en definitiva, debemos renunciar a superar toda trascendencia si queremos acoplarnos a la incesante marcha del "homus imitacus".  Son varios los focos de poder que ahogan cualquier mínima esperanza de conquistar el gozo de descubrirse a sí mismo. La política, los medios de comunicación, la escuela, la psiquiatría, la iglesia, la ciencia... y en general, todas aquellas instituciones que son poseedoras del conocimiento y que a su vez se les ha encomendado transmitirlo, son las que fomentan el objeto de la discusión planteada. Para el psiquiatra, por ejemplo, quien no actúa con normalidad es un neurótico, para la Iglesia, quien no cree en Dios es un descarriado... El conocimiento, vemos, no se manifiesta como un cuerpo indivisible que da cuenta de lo que se idea o se plantea en el mundo, sin más, sino como un "fragmentador" de la unicidad que lo único que propicia es la necesidad de adhesión a fin de formar parte de alguna  cosa. Nada es tan terrible como tomar conciencia de que ya no hay vuelta atrás. Alejados de la temida soledad, podríamos cuestionarnos, ¿quién me ampara ahora?, ¿en que me diferencio de los demás? Y encontraríamos, probablemente, alguna respuesta,  lo que no es tan claro es el motivo por el que nos iba a satisfacer la misma: ¿bien por ser quienes somos, bien por haber acatado los mandamientos que inundan a nuestros sentidos nada más comenzar a participar en este carnaval que es la vida que vivimos?

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