Creer en la libertad es el primer paso hacia la servidumbre,
la primera gran idea que, proviniendo del exterior, empezará a expandirse hasta
envolver la esencia de todo aquello que, de otra forma, podría haber llegado a
ser algo más íntimo. Deseamos ser nosotros mismos, pero para eso tenemos que
renunciar a nuestro yo, es decir, a nuestros deseos más inconfesables, a
nuestras ansias más extravagantes... También anhelamos ser normales, y para ser
normales no podemos permitirnos tener según qué pensamientos... Alejarnos de
los convencionalismos sería como renunciar a la raza a la que pertenecemos. Tenemos
miedo a la soledad, por eso obedecemos y nos comportamos como se espera que obedezcamos
y nos comportemos... ¿Quién quiere ser un extraño en un mundo en el que se
arroja al abismo todo lo que no llega a comprenderse? El yo es un estigma que
la sociedad procura extirpar lo antes posible... El sano es el autómata, el
predecible, el que imita sin saber lo que imita, el que actúa antes de saber
nada, el que, ante la vorágine más desconcertante, se siente tranquilo e
incluso intensamente amado por el prójimo. Es normal que pensemos que somos
dueños de nuestras creencias, que somos nosotros quienes elaboramos la forma de
nuestros ideales, y es que ya no somos capaces de ver las fuerzas externas que
nos inclinan, nunca mejor dicho, a razonar de una u otra manera... El poder se
vuelve invisible cuando actúa prematuramente... Sólo en los niños detectamos de
vez en cuando una mirada genuina aun capaz de sorprendernos por su misteriosa
singularidad, de tal modo que los más pequeños parecen ser los únicos que hacen
frente a ciertos dictámenes sociales que, por uno u otro motivo, no terminan de
arraigar en ellos. Nos hallamos en un estado problemático, en un punto en el
que las incoherencias se suman unas a otras y en donde cada intento por escapar
del absurdo se convierte en un paso al hundimiento definitivo de nuestra
auténtica manera de ser. Y es que, y en este punto radica el drama, para poder
pertenecer a algo debemos dejar de pertenecernos a nosotros mismos, debemos
abandonarnos para siempre, en definitiva, debemos renunciar a superar toda
trascendencia si queremos acoplarnos a la incesante marcha del "homus
imitacus". Son varios los focos de
poder que ahogan cualquier mínima esperanza de conquistar el gozo de
descubrirse a sí mismo. La política, los medios de comunicación, la escuela, la
psiquiatría, la iglesia, la ciencia... y en general, todas aquellas
instituciones que son poseedoras del conocimiento y que a su vez se les ha
encomendado transmitirlo, son las que fomentan el objeto de la discusión
planteada. Para el psiquiatra, por ejemplo, quien no actúa con normalidad es un
neurótico, para la Iglesia, quien no cree en Dios es un descarriado... El
conocimiento, vemos, no se manifiesta como un cuerpo indivisible que da cuenta
de lo que se idea o se plantea en el mundo, sin más, sino como un
"fragmentador" de la unicidad que lo único que propicia es la
necesidad de adhesión a fin de formar parte de alguna cosa. Nada es tan terrible como tomar
conciencia de que ya no hay vuelta atrás. Alejados de la temida soledad,
podríamos cuestionarnos, ¿quién me ampara ahora?, ¿en que me diferencio de los
demás? Y encontraríamos, probablemente, alguna respuesta, lo que no es tan claro es el motivo por el
que nos iba a satisfacer la misma: ¿bien por ser quienes somos, bien por haber
acatado los mandamientos que inundan a nuestros sentidos nada más comenzar a
participar en este carnaval que es la vida que vivimos?
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