miércoles, 14 de mayo de 2014

¡Un sueño!

Al mirar al horizonte parecía como si se pudiese caminar por el cielo o como si se pudiese volar por el mar, los diferentes azules confluían justo ahí, en un punto determinado y muy lejano de todo lo visible en un día radiante con suficiente luz para iluminar toda la oscuridad del infinito. La lontananza era una raya tan larga, tan inabarcable a primera vista, tan trágicamente eterna, que le concedía ese aura de magnificencia que tal vez solamente la luz crepuscular irradiada en el cielo de un bello, triste y decadente atardecer podría parcialmente llegar a interponerse a su belleza, justo como lo haría un diamante  a la  juventud perecedera. No se oía más que el rumor de las olas, al mar batiendo su cólera contra las rocas de un acantilado. El resto era un silencio, un cautivador silencio que a uno le hechizaba nada más escucharlo. Era un silencio que tenía que oírse. Cuando algo es perfecto tiende a ser lo contrario de lo que su naturaleza le exige. Se oía, pues, por cada rincón, por cada tramo que uno afinase el oído, aquel arpegio maravilloso que sonaba como una música celestial tocada por el mayor virtuoso entre los Dioses de los Dioses. El viento soplaba con fuerza, con tanto ahínco que se veían volando, porque habían sido arrancadas, algunas copas de sus árboles. Las farolas trazaban en el camino una temblorosa luz que al llegar a la altura de los cedrales parecía que los lamiese en un acto de exacerbada concupiscencia. Eran, también, perfectas las farolas, por eso iluminaban en un día claro como aquel. La vida, reconcentrada en un puño, a punto de ser arrojada y sumida al olvido, perdía poco a poco, lacónicamente, cada una de las realidades que la conformaban. Las estrellas, las montañas, la sal de los cuerpos...Todo se iba pareciendo cada vez más a un sueño embriagador, a una especie de locura soñada por algún tipo de ser proveído de una sensibilidad especial. Nadie más podría haber imaginado la sombra de una gaviota en forma de caballito de mar, lo absurdo afloraba a cada paso, el sinsentido lo envolvía todo, dejando el sentido al desnudo en medio de un erial tan salvaje que solo la pavesa de un fuego apacible y renovador le hubiese salvado de convertirse en mera y pobre tierra baldía, como así fue, como así dejo constancia que fue justo antes de que un gallo cacarease al deslumbrarle el primer rayo de sol. 

jueves, 8 de mayo de 2014

Nuevo mundo


El primer día las cosas y la vida dejaron de ser cosas y de ser vida, perdieron sus contornos y sus formas así como cada una de las líneas que las componían, de manera que ya no era posible distinguir nada. Las volutas del humo parecían etéreas mariposas y los ceniceros turbios urinarios de un antro cualquiera. Fue como si de pronto todas las cosas se desprendiesen de su esencia, de aquello que, a la postre, las permitía seguir siendo algo. El nuevo mundo, pues, comenzó así: desdibujándose todo lo que tanto al hombre le había costado aprender. Lo sucedido fue una especie de regreso al origen, como si un compás llevado por una mano invisible trazase en un instante una minúscula circunferencia. Nadie se sorprendió, todo ocurrió con sorprendente naturalidad, de la misma forma que amanece cada mañana o que los gallos cacarean con el primer rayo del sol. En consecuencia, el lenguaje fue progresivamente careciendo cada vez más de sentido, ya no era posible hablar en rigor de un árbol o de un mero coche, pero es que pronto fue imposible hablar de absolutamente nada. Todo tenía que volverse a inventar, la tierra se convirtió en un planeta virgen en el que hasta un escarabajo, o mejor dicho, lo que anteriormente se conocía como a un escarabajo, podía erigirse el amo del mundo. Nadie aquéllas primeras horas se atrevió a emitir el más ínfimo de los sonidos.

Al segundo día brotaron de la tierra, en vez de plantas, las llamas de un incendio terriblemente devastador, como si Dios, o quien fuese el pirómano causante de aquel fuego terminal, desease acabar con los restos de conciencia que todavía impregnaban algunos lugares del mundo. El alma, dicen, es eterna, tal vez la mayor invención creada por el hombre, una patraña, la excusa perfecta para contener el pecado mediante la promesa, tras la muerte, de un doloroso castigo. Y qué absurdo es eso, ¡temer a lo que vendrá tras convertirnos en nada! El vacío, eso es lo que vendrá, un infinito vacío que  jamás veremos ni jamás podremos recordar. La vida, en vez de extinguirse, en vez de palidecer y de abandonar ante la iniquidad fraguada, se convirtió en algo distinto, porque la muerte ya no tuvo lugar. Las llamas, lejos de calcinar al hombre, lo atravesaban sin más, igual que el león cuando salta y pasa a través del aro en un circo. El calor se hizo insoportable, el fuego lo abrasaba todo, pero en el fondo el tiempo seguía pasando igual que antes, ausentes los minutos y los segundos del drama escenificado, ¿se puede decir que algo ocurre si sucede al margen del tiempo? Nunca antes se había visto algo parecido.

Al tercer día las personas despertaron de su letargo y despavoridas salieron a la calle y empezaron a correr sin saber ni a donde ni el porqué. Corrían seguramente por hacer algo, quizás por dar los primeros pasos sobre el suelo de un nuevo mundo. Tenían aquellos hombres la oportunidad de ser libres, eran ignorantes y eso les convertía en afortunados, podían hacer lo primero que les pasase por la cabeza sin pensar en sus consecuencias. ¡Las consecuencias todavía no existían!

La vida fue hermosa al cuarto día y también en los sucesivos hasta que, al cabo, las cosas empezaron a cambiar. La libertad es un tesoro envenenado que nos lleva a la esclavitud, ser libres y racionales nos condena a la servidumbre, a la necesidad de hacer algo que no queremos por obtener algo que no deseamos. La libertad es un impulso, nada más, y los impulsos los detienen las leyes. Pronto empezaron a dictarse códigos de comportamiento y se eligieron a ediles que guiaran al pueblo ahí donde fuese. Tememos el caos porque el caos no es racional. Amamos tanto a nuestra inteligencia que, por complacerla, somos capaces de arrojarnos al abismo.

Pasaron casi mil años y ya casi nadie recordaba aquel día en que todo comenzó de nuevo, casi nadie sabía la historia de un incendio cuyas llamas atravesaban a los hombres ni de un mundo en que las mariposas y los ceniceros diluían sus líneas para convertirse en una misma cosa. Solamente algunos se daban cuenta de lo que verdaderamente ocurría. De nuevo, volvían a caer en la misma trampa, la vida se convertía otra vez en la misma miseria, en la misma decadencia de la que ya provenía…  No era necesario reseñarlo. ¿Para qué? Hiciesen lo que hiciesen estaban perdidos. La misma historia se repetiría una y otra vez.