La vi varias veces desnuda
esconderse entre las blanquísimas nubes de aquel día estival... Alzaba la mirada
al cielo y la veía alegre, saltando sobre capas de algodón como una niña que no
tuviese nada por lo que preocuparse realmente. Solía reírse sola, pues sola
estaba, a tanta distancia del primer ser humno con el que podría entablar
conversación, que, sin apenas dudarlo, afirmaríamos que ahí la vida era
posible, una aspiración al alcance de cualquiera.
Yo estaba en el submundo de
su mundo, recostado sobre el tronco de una milenaria encina, en un lugar tan
irreconocible que parecía haberse hecho realidad al
mismo tiempo que un mago pronunciaba las palabras escritas de un libro en el que la belleza apenas podía
contenerse en sus letras. Contemplaba el lago, procurando transitar con
volubilidad por todos los recuerdos que acudían a mi cabeza, o a mi memoria, o
a donde sea que los recuerdos acudan. Era al atardecer, cuando los rayos de sol
comienzan a acoquinarse y desmerecen el brío con que horas antes inundaron la
pátina que recubre al mundo que habitamos, y cuando el tono de la vida muda con
sutileza, casi de manera imperceptible.
Aquella calma sobrecogedora terminaba
por aburrirme, era extraña la perfección que contemplaban mis ojos al mirar en
frente, al observar el alma añil de las cosas, al fin, de todo lo que se
inclinaba hacia mí, igual que en un sueño fastuoso donde algo nos revela que lo
soñado es fugaz; un instante atrofiado como una nota musical por la sordina.
Me bastaba, por tanto,
inclinar el cuello hacia arriba... Cada vez que lo inclinaba parecía que
sorbiese aquel majar de los Dioses llamado ambrosía. Ello no me amedrentaba, no
me importaba estar lejos del Olimpo, porque así al menos la veía, aunque
solamente la viese esconderse si se daba cuenta de que yo la miraba.
Alguna vez se dio la vuelta.
Su cuerpo, girado de aquella manera, parecía el escorzo de una Venus, sobre su
espalda refulgían como ópalos incandescentes los deseos que el calor de sus
mejillas ataviaba tan infantilmente. La hubiera besado, a pesar de la
distancia, tal vez un ínfimo roce de nuestros labios hubiese bastado para rendirme,
para al fin poder ahogar la incesante ansia de búsqueda de la perfección.