Incluso antes de que
anocheciese, y de que la tarde terminase de caer, y de que la lluvia arreciase
con más fuerza, incluso antes de que nadie hubiese nacido, lo mismo seguía
ocurriendo por aquellos innombrables parajes. La vida era un enigma
indescifrable, una extraña condición que nadie se llegaba a cuestionar. No
había pensamientos, ni nada sobre lo que cupiese guardar esperanza alguna, la
suerte era el destino... solo eso. No
había tiempo, y quizás tampoco espacio, el mundo era un caos del que solamente
ahora se nos permite hablar. A veces, una flor nacía entre dos rocas, y aquello
no era un milagro sino el origen de las demás cosas... De los pétalos de
aquella flor nacieron los mares y las montañas, y de su corola brotaron las chispas
que incendiaron la oscuridad. No estábamos entonces, cuando el rumor de las
olas aun podía confundirse con el murmullo del viento, o cuando los mitos
todavía esperaban, pacientemente, el momento en que se harían cargo de ese estado de puro y tribal
salvajismo... Faltaban solo los sentidos: la vista, el olfato, el oído...
faltaban los nombres, los olores que emanaban de lo que aun no era ni
pronunciable. Todo era lo mismo, la misma naturaleza, la misma alma. Cada pálpito era una premonición, la sospecha
de que pronto íbamos a aparecer nosotros, la sombra alargada que se escabulle
porque se sabe culpable... Todo, inesperadamente, comenzó a ordenarse, a seguir
un rumbo a la deriva por un mar en calma. Sonaban notas lejanas de un tiempo en
que el rocío lamía sin tregua la tierra yerma sobre la que cada mañana solía
bailar. Mitigamos el ansia de la incoherencia desbordando los límites de la
razón hasta terminar al fin con la belleza. Ya no crecen flores entre dos
rocas, o quizás es que no somos ya capaces de verlas, sí, más bien será eso, en
realidad, para nuestro asombro, siguen naciendo de este modo... Aquel mundo se
sigue extendiendo, como un universo ingobernable, por los resquicios más
profundos de alguna estrella en el
firmamento.