Juan se
levantaba cada día a las siete de la mañana para ir a trabajar. Llegaba a casa
a las ocho de la noche. Cenaba, miraba un poco la televisión y, cuando dos
bostezos se unían en un lapso de tiempo inferior a medio minuto, entonces se
iba a la cama a dormir. Un día de esos, fatigosos, en los que Juan pensaba que
el resto de su vida sería igual, sucedió, al llegar a su casa, algo realmente
extraordinario
Sentado en el
sofá de su salón, tan tranquilamente, se hallaba sentado un tipo enjuto que
fumaba un cigarro como si tal cosa.
- ¿Quién es
usted? - le preguntó Juan alarmado
- Lo primero,
buenas noches. Lo segundo, puedes tutearme. Lo tercero, la pregunta que quieres
formularme no es exactamente esa, vamos, prueba de nuevo, puedes hacerlo mucho
mejor.
Juan, entre incrédulo y despavorido, se sacó el móvil del bolsillo de su tejano y se dispuso a llamar a la policía
- Detente - le dijo el hombre misterioso
Y Juan se
detuvo, o más bien quedó paralizado.
- Te voy a
arrebatar los sesos, vamos, que te voy a idiotizar para el resto de tus días.
No te preocupes, no te haré daño, solamente será necesaria una pequeña incisión
en la parte del lóbulo occipital, pequeñísima, para tu tranquilidad. Imagínate,
¡qué manera de ridiculizar a Descartes! Con toda probabilidad seguirás
existiendo y en cambio, no podrás pensar. Serás historia viva, un hito para la
ciencia moderna.
Juan, muy
asustado, se frotó los ojos para ver si aquello
se trataba de un sueño, o más bien de una pesadilla, pero no, el tipo enjuto seguía
ahí, formando volutas de humo con el tabaco a la par que soltando, sin ton ni son, las más disparatadas incoherencias.
- ¡Le pido
que se vaya y que me deje tranquilo!
- De acuerdo,
no te haré esperar más. Túmbate sobre la mesa, por favor.
Juan, de
nuevo, como incitado por una voluntad ajena a la suya, obedeció y se tumbó en
la mesa. Nada de aquello tenía ningún sentido. El día había transcurrido como
cualquier otro. Tal vez en el trabajo se había pasado más rato de la cuenta leyendo
por internet la prensa deportiva, ¿pero acaso eso era un motivo de algo? No, aquello
no era ningún motivo racional de nada, aquello no podía trascender más allá de
lo estrictamente laboral. Pero en cambio, qué absurdo era todo, se encontraba
en casa, muerto de miedo y tumbado sobre la mesa de su salón a la espera de que
un desconocido le practicase una incisión en uno de sus lóbulos con el exclusivo fin de
idiotizarle y de ridiculizar a Descartes.
-¡Pero qué
locura tan loca! - pensó poéticamente para sus adentros
- Bueno
- dijo el hombre misterioso mientras se
ponía en pie. Vamos a proceder.
Se dirigió
entonces hacia Juan, que era incapaz de pronunciar una sola palabra, y se ubicó
justo por detrás de su cabeza.
- Nervioso,
imagino...
No corría el
aire, el calor era insoportable. Se escuchaba a un niño corretear y reír en el
piso de arriba, indiferente a la tragedia que apenas un metro y medio más abajo
estaba teniendo lugar
Aquel hombre, abyecto y con ínfulas de cirujano, sujetó con una mano la cabeza de Juan y con la otra
sacó de su bolsillo un escalpelo.
- Cuando diga
veinte ya habrá terminado todo, ¿de acuerdo?
Y así fue, al
contar veinte, Juan abrió los ojos y se bajó de la improvisada mesa de
operaciones. No había nadie ahí. En el sofá, en vez de aquel hombre sentado,
había, metido en un bote de formol, su cerebro, más grande de lo que él en
realidad habría imaginado nunca.
Sin prestarle
demasiada atención, Juan se dirigió a la cocina. Se hizo la cena, miró un poco
la televisión, bostezó dos veces en un lapso de tiempo inferior a medio
minuto y, acto seguido, cual autómata, se fue sin más a dormir. Al apagar la luz de su habitación se acordó de que al día siguiente no tendría que madrugar. Sería sábado y, según dijo el
hombre del tiempo, haría un sol de justicia.