viernes, 19 de septiembre de 2014

Con o sin cerebro

Juan se levantaba cada día a las siete de la mañana para ir a trabajar. Llegaba a casa a las ocho de la noche. Cenaba, miraba un poco la televisión y, cuando dos bostezos se unían en un lapso de tiempo inferior a medio minuto, entonces se iba a la cama a dormir. Un día de esos, fatigosos, en los que Juan pensaba que el resto de su vida sería igual, sucedió, al llegar a su casa, algo realmente extraordinario

Sentado en el sofá de su salón, tan tranquilamente, se hallaba sentado un tipo enjuto que fumaba un cigarro como si tal cosa.

- ¿Quién es usted? - le preguntó Juan alarmado

- Lo primero, buenas noches. Lo segundo, puedes tutearme. Lo tercero, la pregunta que quieres formularme no es exactamente esa, vamos, prueba de nuevo, puedes hacerlo mucho mejor.

Juan, entre incrédulo y despavorido, se sacó el móvil del bolsillo de su tejano y se dispuso a llamar a la policía

- Detente - le dijo el hombre misterioso

Y Juan se detuvo, o más bien quedó paralizado.

- Te voy a arrebatar los sesos, vamos, que te voy a idiotizar para el resto de tus días. No te preocupes, no te haré daño, solamente será necesaria una pequeña incisión en la parte del lóbulo occipital, pequeñísima, para tu tranquilidad. Imagínate, ¡qué manera de ridiculizar a Descartes! Con toda probabilidad seguirás existiendo y en cambio, no podrás pensar. Serás historia viva, un hito para la ciencia moderna.

Juan, muy asustado, se frotó los ojos para ver  si aquello se trataba de un sueño, o más bien de una pesadilla, pero no, el tipo enjuto seguía ahí, formando volutas de humo con el tabaco a la par que soltando, sin ton ni son, las más disparatadas incoherencias.

- ¡Le pido que se vaya y que me deje tranquilo!

- De acuerdo, no te haré esperar más. Túmbate sobre la mesa, por favor.

Juan, de nuevo, como incitado por una voluntad ajena a la suya, obedeció y se tumbó en la mesa. Nada de aquello tenía ningún sentido. El día había transcurrido como cualquier otro. Tal vez en el trabajo se había pasado más rato de la cuenta leyendo por internet la prensa deportiva, ¿pero acaso eso era un motivo de algo? No, aquello no era ningún motivo racional de nada, aquello no podía trascender más allá de lo estrictamente laboral. Pero en cambio, qué absurdo era todo, se encontraba en casa, muerto de miedo y tumbado sobre la mesa de su salón a la espera de que un desconocido le practicase una incisión en uno de sus lóbulos con el exclusivo fin de idiotizarle y de ridiculizar a Descartes.

-¡Pero qué locura tan loca! - pensó poéticamente para sus adentros

- Bueno -  dijo el hombre misterioso mientras se ponía en pie. Vamos a proceder.

Se dirigió entonces hacia Juan, que era incapaz de pronunciar una sola palabra, y se ubicó justo por detrás de su cabeza.

- Nervioso, imagino...

No corría el aire, el calor era insoportable. Se escuchaba a un niño corretear y reír en el piso de arriba, indiferente a la tragedia que apenas un metro y medio más abajo estaba teniendo lugar

Aquel hombre, abyecto y con ínfulas de cirujano, sujetó con una mano la cabeza de Juan y con la otra sacó de su bolsillo un escalpelo.

- Cuando diga veinte ya habrá terminado todo, ¿de acuerdo?

Y así fue, al contar veinte, Juan abrió los ojos y se bajó de la improvisada mesa de operaciones. No había nadie ahí. En el sofá, en vez de aquel hombre sentado, había, metido en un bote de formol, su cerebro, más grande de lo que él en realidad habría imaginado nunca.

Sin prestarle demasiada atención, Juan se dirigió a la cocina. Se hizo la cena, miró un poco la televisión, bostezó dos veces en un lapso de tiempo inferior a medio minuto y, acto seguido, cual autómata, se fue sin más a dormir. Al apagar la luz de su habitación se acordó de que al día siguiente no tendría que madrugar. Sería sábado y, según dijo el hombre del tiempo, haría un sol de justicia.