A menudo las palabras son
como losas, al pronunciarlas solemos arrastrar con ellas una parsimonia casi imperceptible,
revelada solamente a aquellos finos oídos acostumbrados al más sepulcral
silencio. Como si hablar nos provocase pereza, una especie de volátil cansancio
que haciendo acopio de soporíferas rutinas (¿acaso alguna rutina puede ser
divertida?) llegase a causarnos algo así como un nudo en la garganta, o si se
prefiere, como si nos anudase la lengua en un vano intento de soportar mejor la
soledad a la que la mayoría estamos destinados, o debería decir abocados.
Es cierto, no se me escapa el hecho de que hablar también puede llegar a ser agradable. Yo mismo he
experimentado la sensación de estar disfrutando únicamente por decir cosas, con
sentido o sin sentido, da igual, solo por decir
uno puede remediar el alma unos instantes. El problema, diría yo, se halla en
que, personalmente, nunca me ha interesado lo transitorio, busco lo eterno, lo que
puede durar más allá de lo comprensible, lo que se extiende aun fuera de sus
propios límites. Busco lo perenne en lo cotidiano, en la vulgaridad, en cada
tramo de la más recóndita abstracción. Es por eso que no me interesa el
lenguaje.
Como no quiero omitir
información, confieso que tardé nada más ni nada menos que diez años en pronunciar
mi primera palabra. Antes de continuar, quiero reseñar por eso que en casa nunca
oí la voz de nadie, ni tan siquiera el ladrido de un perro ni el zumbido de una
mosca... Tanto mis padres como mis dos hermanos mayores, es cierto, hablaban
ahí donde fuesen: en el supermercado, en la oficina, en la calle, en la escuela...
pero jamás dijeron ni mu en casa. Esta circunstancia, seguramente sorprendente
para casi cualquiera que la lea, la asumí pronto con absoluta naturalidad. Tendemos
a imaginar que aquello a lo que nos acostumbramos terminamos acostumbrándonos
debido a su carácter vital, cuando es al contrario, las cosas se tornan vitales
porque nos acostumbramos a ellas, porque nos da miedo colisionar contra la ausencia,
contra un horizonte baldío frente al que seguramente no sabríamos ni como
nombrar: ¿Vacío? Fue una tarde otoñal, gris, como casi todas las tardes otoñales
a las que aluden muchos poetas en sus poesías, quizás por eso hablé, porque
intenté hacer un verso de tanta tristeza. Fue en casa de unos amigos de mis
padres, íbamos a verles a menudo, al menos una vez al mes. Yo me quedaba
jugando con su hija, dos años mayor que yo, en su cuarto, mientras ellos en el
salón se reían y fumaban y de vez en cuando pegaban un grito. Clara, que es
como se llamaba mi amiguita, siempre se esforzaba por hacerme hablar. Recuerdo
perfectamente sus ojos, eran grandes y azules, tan serenos que parecía que en
ellos cupiese entera la primera humanidad (la única que pecó de inocencia) Un
día casi me hizo hasta reír, pero me contuve, me parecía que debía permanecer
serio, que una carcajada podría ser el inicio de algo más. Por aquel entonces
recuerdo que veía el mundo de otra forma, la geometría de las cosas era lo
único importante para mí, lo único que a la postre podía aportarme algo... Me
daba igual si una mesa era mesa o si en cambio era una caja de cartón lo
suficientemente resistente como para
soportar el peso de un plato y un vaso. Para mí las letras eran líneas, mi
abecedario lo constituían solo curvas y rectas. Aquella tarde fue diferente,
ella se sentó conmigo al borde de la cama, traía un libro entre las manos, recuerdo
perfectamente su título: "Edad
prohibida", de Torcuato Luca de Tena. Me miró sonriendo, pero
sonriendo de una manera como nunca antes lo había hecho. Esto seguramente pude
percibirlo gracias a la especial atención que le prestaba yo entonces a las
formas.... sus labios se curvaron menos de lo habitual y sus pupilas se
dilataron un poco más que de costumbre... Yo también la miré, y estuvimos así
un buen rato hasta que ella cogió mi mano y la puso sobre su mejilla. Parecía
que nos comíamos el color de la piel. Dije muy bajito y despacio, cuando al fin
el silencio arremetía contra mis entrañas y ya no hallaba forma de expresar lo
que ocurría dentro de mí: C l a r a..., y luego otra vez, un poco más alto: C l a r a...
Esto alteró el orden natural de los sucesos, que en vez de llevarme a
pronunciar mamá me condujo directamente a decir el nombre de mi primer amor. Dije
Clara, y la palabra sonó tan nítida y tan pura como el arrullo de las olas del
mar.
Cuando llegamos a casa, la
misma ley siguió su mismo curso. Yo no entendía porque no podíamos hablar, o
quizás solo lo intuía, sin vislumbrar en el fondo el motivo exacto de aquel
pacto un tanto tenebroso. Cenamos un poco de verdura, la que había sobrado del
día anterior, pero tan si quiera al comer parecía que comiésemos, no emitíamos
el menor sonido, engullíamos en un silencio tan límpido que hasta una Iglesia
hubiese parecido un parque lleno de niños jugando a la pelota.
Hoy, con casi treinta años,
me doy cuenta de que casi nada de lo que hice o pensé existió realmente, que no
hubieron días felices ni días tristes, que el color rojo, por ejemplo, no es
más rojo que el color amarillo. Por eso no hablábamos en casa, ahora lo
comprendo, cuando he visto pasar de largo todas las cosas que parecían eternas.
Todo cambia, todo. Y al final, siempre, indefectiblemente, todo desaparece. Aun
y así, pese a lo que aprendí por mi cuenta y a lo que me enseñaron en casa, de
vez en cuando me sorprendo a mí mismo diciendo en voz casi inaudible: Clara,
dónde estarás ahora, Clara mía?