martes, 4 de noviembre de 2014

Ídem

Quiero contarte como me siento, o incluso un poco más, quiero que sientas mi piel, que puedas, casi, hasta ver lo que yo veo, y escuchar el silencio que a cada instante, que a cada milésima de segundo que pasa, sacude a mi alma solitaria. Quiero que te conviertas en mí, que puedas deslizar tus manos sobre el vacío y que su tacto, parecido al de las alas de una colosal mariposa, te recuerde al sabor de mi aliento, al perfume de una noche cuando, triste y tonto y apenas alumbrado por una luz que ni existe , la miro lánguidamente tras el cristal. Y quiero que escribas lo que yo escribo, y que los dos nos dejemos de ridiculeces; ¿aunque acaso no es todo una espantosa ridiculez? Quiero que seamos la misma naturaleza, que cuando yo mire a las estrellas tus ojos se inunden del color del cielo a la medianoche, que es el color de mis pasos -o tal vez de los nuestros- cuando intento avanzar y no avanzo. El mundo se hace muy pequeño, ¿no crees?, muy pequeño, tan pequeño que a menudo sus versos chorrean por el borde. Después llueve mansamente, como mansa es la poesía. ¡Estamos vivos! 

viernes, 19 de septiembre de 2014

Con o sin cerebro

Juan se levantaba cada día a las siete de la mañana para ir a trabajar. Llegaba a casa a las ocho de la noche. Cenaba, miraba un poco la televisión y, cuando dos bostezos se unían en un lapso de tiempo inferior a medio minuto, entonces se iba a la cama a dormir. Un día de esos, fatigosos, en los que Juan pensaba que el resto de su vida sería igual, sucedió, al llegar a su casa, algo realmente extraordinario

Sentado en el sofá de su salón, tan tranquilamente, se hallaba sentado un tipo enjuto que fumaba un cigarro como si tal cosa.

- ¿Quién es usted? - le preguntó Juan alarmado

- Lo primero, buenas noches. Lo segundo, puedes tutearme. Lo tercero, la pregunta que quieres formularme no es exactamente esa, vamos, prueba de nuevo, puedes hacerlo mucho mejor.

Juan, entre incrédulo y despavorido, se sacó el móvil del bolsillo de su tejano y se dispuso a llamar a la policía

- Detente - le dijo el hombre misterioso

Y Juan se detuvo, o más bien quedó paralizado.

- Te voy a arrebatar los sesos, vamos, que te voy a idiotizar para el resto de tus días. No te preocupes, no te haré daño, solamente será necesaria una pequeña incisión en la parte del lóbulo occipital, pequeñísima, para tu tranquilidad. Imagínate, ¡qué manera de ridiculizar a Descartes! Con toda probabilidad seguirás existiendo y en cambio, no podrás pensar. Serás historia viva, un hito para la ciencia moderna.

Juan, muy asustado, se frotó los ojos para ver  si aquello se trataba de un sueño, o más bien de una pesadilla, pero no, el tipo enjuto seguía ahí, formando volutas de humo con el tabaco a la par que soltando, sin ton ni son, las más disparatadas incoherencias.

- ¡Le pido que se vaya y que me deje tranquilo!

- De acuerdo, no te haré esperar más. Túmbate sobre la mesa, por favor.

Juan, de nuevo, como incitado por una voluntad ajena a la suya, obedeció y se tumbó en la mesa. Nada de aquello tenía ningún sentido. El día había transcurrido como cualquier otro. Tal vez en el trabajo se había pasado más rato de la cuenta leyendo por internet la prensa deportiva, ¿pero acaso eso era un motivo de algo? No, aquello no era ningún motivo racional de nada, aquello no podía trascender más allá de lo estrictamente laboral. Pero en cambio, qué absurdo era todo, se encontraba en casa, muerto de miedo y tumbado sobre la mesa de su salón a la espera de que un desconocido le practicase una incisión en uno de sus lóbulos con el exclusivo fin de idiotizarle y de ridiculizar a Descartes.

-¡Pero qué locura tan loca! - pensó poéticamente para sus adentros

- Bueno -  dijo el hombre misterioso mientras se ponía en pie. Vamos a proceder.

Se dirigió entonces hacia Juan, que era incapaz de pronunciar una sola palabra, y se ubicó justo por detrás de su cabeza.

- Nervioso, imagino...

No corría el aire, el calor era insoportable. Se escuchaba a un niño corretear y reír en el piso de arriba, indiferente a la tragedia que apenas un metro y medio más abajo estaba teniendo lugar

Aquel hombre, abyecto y con ínfulas de cirujano, sujetó con una mano la cabeza de Juan y con la otra sacó de su bolsillo un escalpelo.

- Cuando diga veinte ya habrá terminado todo, ¿de acuerdo?

Y así fue, al contar veinte, Juan abrió los ojos y se bajó de la improvisada mesa de operaciones. No había nadie ahí. En el sofá, en vez de aquel hombre sentado, había, metido en un bote de formol, su cerebro, más grande de lo que él en realidad habría imaginado nunca.

Sin prestarle demasiada atención, Juan se dirigió a la cocina. Se hizo la cena, miró un poco la televisión, bostezó dos veces en un lapso de tiempo inferior a medio minuto y, acto seguido, cual autómata, se fue sin más a dormir. Al apagar la luz de su habitación se acordó de que al día siguiente no tendría que madrugar. Sería sábado y, según dijo el hombre del tiempo, haría un sol de justicia.



miércoles, 14 de mayo de 2014

¡Un sueño!

Al mirar al horizonte parecía como si se pudiese caminar por el cielo o como si se pudiese volar por el mar, los diferentes azules confluían justo ahí, en un punto determinado y muy lejano de todo lo visible en un día radiante con suficiente luz para iluminar toda la oscuridad del infinito. La lontananza era una raya tan larga, tan inabarcable a primera vista, tan trágicamente eterna, que le concedía ese aura de magnificencia que tal vez solamente la luz crepuscular irradiada en el cielo de un bello, triste y decadente atardecer podría parcialmente llegar a interponerse a su belleza, justo como lo haría un diamante  a la  juventud perecedera. No se oía más que el rumor de las olas, al mar batiendo su cólera contra las rocas de un acantilado. El resto era un silencio, un cautivador silencio que a uno le hechizaba nada más escucharlo. Era un silencio que tenía que oírse. Cuando algo es perfecto tiende a ser lo contrario de lo que su naturaleza le exige. Se oía, pues, por cada rincón, por cada tramo que uno afinase el oído, aquel arpegio maravilloso que sonaba como una música celestial tocada por el mayor virtuoso entre los Dioses de los Dioses. El viento soplaba con fuerza, con tanto ahínco que se veían volando, porque habían sido arrancadas, algunas copas de sus árboles. Las farolas trazaban en el camino una temblorosa luz que al llegar a la altura de los cedrales parecía que los lamiese en un acto de exacerbada concupiscencia. Eran, también, perfectas las farolas, por eso iluminaban en un día claro como aquel. La vida, reconcentrada en un puño, a punto de ser arrojada y sumida al olvido, perdía poco a poco, lacónicamente, cada una de las realidades que la conformaban. Las estrellas, las montañas, la sal de los cuerpos...Todo se iba pareciendo cada vez más a un sueño embriagador, a una especie de locura soñada por algún tipo de ser proveído de una sensibilidad especial. Nadie más podría haber imaginado la sombra de una gaviota en forma de caballito de mar, lo absurdo afloraba a cada paso, el sinsentido lo envolvía todo, dejando el sentido al desnudo en medio de un erial tan salvaje que solo la pavesa de un fuego apacible y renovador le hubiese salvado de convertirse en mera y pobre tierra baldía, como así fue, como así dejo constancia que fue justo antes de que un gallo cacarease al deslumbrarle el primer rayo de sol. 

jueves, 8 de mayo de 2014

Nuevo mundo


El primer día las cosas y la vida dejaron de ser cosas y de ser vida, perdieron sus contornos y sus formas así como cada una de las líneas que las componían, de manera que ya no era posible distinguir nada. Las volutas del humo parecían etéreas mariposas y los ceniceros turbios urinarios de un antro cualquiera. Fue como si de pronto todas las cosas se desprendiesen de su esencia, de aquello que, a la postre, las permitía seguir siendo algo. El nuevo mundo, pues, comenzó así: desdibujándose todo lo que tanto al hombre le había costado aprender. Lo sucedido fue una especie de regreso al origen, como si un compás llevado por una mano invisible trazase en un instante una minúscula circunferencia. Nadie se sorprendió, todo ocurrió con sorprendente naturalidad, de la misma forma que amanece cada mañana o que los gallos cacarean con el primer rayo del sol. En consecuencia, el lenguaje fue progresivamente careciendo cada vez más de sentido, ya no era posible hablar en rigor de un árbol o de un mero coche, pero es que pronto fue imposible hablar de absolutamente nada. Todo tenía que volverse a inventar, la tierra se convirtió en un planeta virgen en el que hasta un escarabajo, o mejor dicho, lo que anteriormente se conocía como a un escarabajo, podía erigirse el amo del mundo. Nadie aquéllas primeras horas se atrevió a emitir el más ínfimo de los sonidos.

Al segundo día brotaron de la tierra, en vez de plantas, las llamas de un incendio terriblemente devastador, como si Dios, o quien fuese el pirómano causante de aquel fuego terminal, desease acabar con los restos de conciencia que todavía impregnaban algunos lugares del mundo. El alma, dicen, es eterna, tal vez la mayor invención creada por el hombre, una patraña, la excusa perfecta para contener el pecado mediante la promesa, tras la muerte, de un doloroso castigo. Y qué absurdo es eso, ¡temer a lo que vendrá tras convertirnos en nada! El vacío, eso es lo que vendrá, un infinito vacío que  jamás veremos ni jamás podremos recordar. La vida, en vez de extinguirse, en vez de palidecer y de abandonar ante la iniquidad fraguada, se convirtió en algo distinto, porque la muerte ya no tuvo lugar. Las llamas, lejos de calcinar al hombre, lo atravesaban sin más, igual que el león cuando salta y pasa a través del aro en un circo. El calor se hizo insoportable, el fuego lo abrasaba todo, pero en el fondo el tiempo seguía pasando igual que antes, ausentes los minutos y los segundos del drama escenificado, ¿se puede decir que algo ocurre si sucede al margen del tiempo? Nunca antes se había visto algo parecido.

Al tercer día las personas despertaron de su letargo y despavoridas salieron a la calle y empezaron a correr sin saber ni a donde ni el porqué. Corrían seguramente por hacer algo, quizás por dar los primeros pasos sobre el suelo de un nuevo mundo. Tenían aquellos hombres la oportunidad de ser libres, eran ignorantes y eso les convertía en afortunados, podían hacer lo primero que les pasase por la cabeza sin pensar en sus consecuencias. ¡Las consecuencias todavía no existían!

La vida fue hermosa al cuarto día y también en los sucesivos hasta que, al cabo, las cosas empezaron a cambiar. La libertad es un tesoro envenenado que nos lleva a la esclavitud, ser libres y racionales nos condena a la servidumbre, a la necesidad de hacer algo que no queremos por obtener algo que no deseamos. La libertad es un impulso, nada más, y los impulsos los detienen las leyes. Pronto empezaron a dictarse códigos de comportamiento y se eligieron a ediles que guiaran al pueblo ahí donde fuese. Tememos el caos porque el caos no es racional. Amamos tanto a nuestra inteligencia que, por complacerla, somos capaces de arrojarnos al abismo.

Pasaron casi mil años y ya casi nadie recordaba aquel día en que todo comenzó de nuevo, casi nadie sabía la historia de un incendio cuyas llamas atravesaban a los hombres ni de un mundo en que las mariposas y los ceniceros diluían sus líneas para convertirse en una misma cosa. Solamente algunos se daban cuenta de lo que verdaderamente ocurría. De nuevo, volvían a caer en la misma trampa, la vida se convertía otra vez en la misma miseria, en la misma decadencia de la que ya provenía…  No era necesario reseñarlo. ¿Para qué? Hiciesen lo que hiciesen estaban perdidos. La misma historia se repetiría una y otra vez.

 

jueves, 24 de abril de 2014

Canto a un USB

Tienes forma de hombre pero eres un simple USB. Pese a tu forma de hombre no eres más que eso, un simple y mero USB. Me pregunto si algún día podrás plantearte algo parecido sobre mí, si llegará el día en el que tú u otros como tú os cuestionéis sobre nuestra supuesta complejidad, y digo supuesta, perdona, porque todavía no se ha demostrado que podamos ser mucho más que seres pensantes que no atinan en pensar bien.


Pero volvamos a hablar de ti, de ese color granate que, me consta perfectamente, paseas por tantos y tantos puertos, de esos ojitos diminutos y cuadrados que sé muy bien que no miran, que ni siquiera atisban, ¡pero si no son ni ojos!  Probablemente detrás de ellos solo haya un circuito incapaz de sentir la más vaga de las sensaciones. ¿Te voy a culpar por ello?, no querido, no puedo menospreciarte por ser ajeno a tu vida, al fin y al cabo, ¿no lo somos todos, ajenos a nuestras vidas?

¿Sabes?, siempre me ha gustado la antropología, pienso a menudo en aquello que nos hace distintos a unos hombres de otros, y todavía no sé lo que es, no acierto a determinar cuál es la  razón que justifica el eterno debate sobre la diversidad y otras pamplinas, permíteme que lo diga así, de forma tan basta.  En mi opinión la naturaleza no es problemática, no encierra nada porque sencillamente es lo que es, lo demás son conjeturas, explicaciones que sí, es cierto, podrán dar cuenta de mucho, o tal vez de nada, ¿pero vale la pena seguir por ese camino?

Qué vas a responderme tú, que no tienes ni boca... Por otro lado,  eres capaz de almacenar y de disponer de mucha más información que yo... Te confieso que apenas he sido capaz de aprenderme a lo largo de la vida tres o cuatro poemas de poco más de veinte versos. Mi memoria se desvanece cada mañana, cuando despierto y me doy cuenta que ya no recuerdo ni quien era ayer. A vosotros, lo sé, no os pasa lo mismo, estáis programados, no podéis ser menos de lo que simplemente sois, pero quizá algún día las cosas cambien y os hagáis con el mando de la situación. Entonces os compadeceré. Pensándolo bien, preferiría que fueseis vosotros quienes nos gobernaseis, que fueses tú, concretamente, quien, en el más sepulcral de los silencios decretases leyes y guiases al mundo a otro sitio, da igual, a cualquier otro sitio distinto al que ahora nos dirigimos.  Os cambiaría sin pensarlo por todos aquellos que ostentan actualmente cargos de poder. El poder enturbia la razón, y por suerte, tú, todavía no la posees.

A veces me siento triste, pero supongo que, el que te diga esto, para ti, es lo mismo que para mí cuando me dices que a veces te sientes 1, ¿qué sentido tiene que hablemos? Tu lenguaje es distinto, desciende del mío, pero paradójicamente soy incapaz de descifrarlo, me siento como un imbécil cuando tras concederme una tarde de provechoso trabajo me doy cuenta que ni nos conocemos.

Te voy a llamar César, ¿te gusta?, ya me lo dirás en un futuro, cuando en vez de montañas y de mares tengamos infinitos pulsadores que camuflarán ingentes circuitos de un mundo enteramente computarizado, cuando en vez de la corteza, del manto y del núcleo de la tierra quepa hablar más bien de su sistema operativo y de su última actualización. El mudo, créeme, será eso, el más increíble ordenador que jamás el hombre haya conocido.


Te dejo ahí, César, ¡qué ilusión me hace pronunciar tu nombre!, que sigas sosteniendo sobre tu testa esa especie de cuadrado que tan bien te sienta, como si fuese un sombrero a la última moda que impidiese que de tu cabezita se escapasen tus más descabelladas ideas. 

martes, 15 de abril de 2014

Un vistazo desde el alma

Me miras sonriendo, eras un poco más joven, pero si te digo la verdad casi no has cambiado nada. Continúas teniendo la misma mirada, tan clara que uno piensa que nada malo pudiese salir de esos ojitos, de esas estrellas que tanto brillan cuando te ríes.

Estás sentada sobre una piedra abandonada entre arbustos. ¡Cuánta vegetación!, parece que estés en el cielo de los bosques, esperando tal vez que algo ocurra, o aun mejor, quizás no esperas nada, sonríes y eso es todo. Las cosas siempre deberían ser así, tan simples como parecen. ¿No crees que no vale la pena complicarse tanto cuando tenemos en nuestras manos hacerlo fácil?

Llevabas un peinado distinto, casi no me acuerdo de cuando te hacías la raya en medio y te caían esos dos mechones a cada lado de la cara; te concedían a la expresión un aire juvenil, como de niña que todavía sabe que no es mujer y que aun puede jugar con su expresión sin importarle los prejuicios ni la insensatez que nos gobierna a menudo a los adultos. Creo que ese día hacía un poco de viento, pero quizás me equivoco. Me fijo en alguno de tus cabellos y me da la sensación de que están en otro sitio, como si el aire los hubiese recolocado ahí, tratando seguramente de  hacer brotar la espontaneidad, de estrujar hasta la última gota de vida al instante.

Tienes las piernas cruzadas, ¿Cómo es eso?, nunca te ha gustado estar con las piernas cruzadas, siempre me has dicho que eso es lo peor, que no es bueno para las rodillas, que es una posición incómoda y no sé cuantas cosas más. Para ti no hay nada peor en el mundo que aquello sobre lo que en un momento determinado hablas de manera subversiva. ¡Eres adorablemente exagerada!

Te quiero, pero eso no tiene ningún mérito, créeme. Lo difícil, lo realmente encomiable, sería no quererte, claro, si es que, como dicen, en lo imposible se encuentra el mérito. Yo lo dudo, opino que la esperanza se halla en que un día podamos bucear en lo trivial y sentir que hemos vencido nuestros miedos, en que no temamos gritar bien alto que somos felices por tener poco, por no haber recorrido mundo, por apenas tener un piso pequeñito donde sí cabemos nosotros pero en cambio, nuestros recuerdos, como el excesivo aire en un globo, puede que casi derriben las paredes. La esperanza, como te digo, se halla ahí, si a cambio, por supuesto, aprendemos a valorar lo esencial, es decir, si comprendemos que el amor es lo único que mueve al mundo, ¿no te parece?

Te sigo mirando, no te creas que no. Te tengo justo enfrente. Tienes los brazos caídos, en reposo, como si la gravedad los atrajese especialmente a ellos mientras el resto permanece inmutable a cualquier ley. Tus manos parecen más lánguidas, y también más blancas, de una fragilidad seguramente propia de la inexperiencia. El tiempo nos hace más fuertes. Ahora que caigo, ¿no fue aquel el verano en que te pusiste tan morena? no lo sé, los recuerdos se agolpan en mi cabeza y la verdad es que, como bien sabes, nunca he sido capaz de distinguir nada en el tiempo, para mí fue ayer cuando salté contigo en brazos un charco y nos caímos los dos al suelo... ¿cuánto hará de aquello?

Veo también una botellita de agua, creo que está vacía, a menudo llevas contigo una botella de agua. Siempre me ofreces, me dices que es muy importante hidratarse, y yo, de primeras, te contesto que no quiero, pero luego vuelves a preguntarme - ¿seguro?-, y yo cedo, me das la botella y bebo uno o dos tragos. Reconozco que, aunque sea un tozudo y me cueste admitirlo, tienes razón en muchas de las cosas que me dices. ¿Por qué me gustará tanto llevarte la contraria?  


No hace falta que siga mirando a la fotografía, me la sé de memoria, además, te veo aunque no te mire. Amor, podría verte aunque dejase de ser yo, aunque ahora mismo dejase de respirar. Porque a los seres que se quieren, cielo, se les ve con el alma y no con los ojos.

lunes, 14 de abril de 2014

Ni tiempo ni distancia


La distancia no es un motivo por el que las cosas puedan llegar a cambiar realmente, ni tan siquiera una excusa que pueda usarse ante la confusión que causa siempre lo novedoso. En el fondo, la distancia no es nada, solamente un poco más de lo que habitualmente nos separa, una grieta ensanchada que tiende algunas veces a operar en nuestra memoria. Sin quererlo, entonces, recordamos, nos vemos jóvenes cuando por error, distracción, o simple nostalgia ataviada con un manto negro, de una tela extraña, rememoramos aquél que éramos una o dos semanas atrás, apenas cuando la herida que nos hicimos mientras cortábamos una rebanada de pan empezaba a cicatrizar. ¡Como si pudiésemos envejecer tanto en unos días! !como si el climaterio pudiese llegar de repente y mermar de golpe todas nuestras condiciones!... Parece mentira, pero algunos sienten que en unas horas les resulta más difícil respirar el aire. Son ellos quienes se convierten en siervos de su contradictoria insurrección, quienes son impulsados a la desidia, quienes, a la postre, no pueden verlo todo como un continuo sino como un camino eterno de infinitas rocas arrojadas al océano...¿Qué sentido tiene fragmentar lo que no es más que una misma cosa?, ¿Por qué nos empeñamos en  lo contrario si el contrario de lo contrario es siempre la opción más simple? Creemos ver en lo irreversible la prueba definitiva del paso del tiempo igual que vemos en la ausencia la última evidencia de la distancia; que absurdo. ¿Acaso cuando en un día ventoso el oleaje rompe con fuerza contra las rocas sobre las que se alza una valla que separa dos fronteras, no escampa su espuma en todas direcciones? y en el fondo, ¿no somos lo mismo nosotros...? Si miro a mi derecha veo a través de la ventana a las gaviotas, aquí forman parte del paisaje, son uves que vuelan en círculo. Majestuosas, se inclinan y descienden un poco. Casi empiezo a distinguirlas, puedo mirarlas durante largo tiempo, quedarme ahí, frente al cristal, embobado, esperando a que no termine nunca el espectáculo... Rara vez aletean, quizás es por eso que me fascinan, porque vuelan sin volar, como si llevasen dentro suyo un motor que las sostuviera en el aire y también las propulsase. Los días son hermosos, grises pero de una belleza inenarrable. La neblina desdibuja las montañas, concediendo a la bahía el color del espejismo... parece, por las mañanas, al despertar, que siga el mismo sueño de la noche.  Todo permanece exánime (si lo exánime, claro, puede permanecer), parecido a lo que esperaríamos encontrar si llegásemos al interior de nuestro ser. Pero lo que digo son solo palabras, nada que tenga en verdad algo que ver con lo que son las formas, las tonalidades, el olor, los vestigios de un lugar, las palabras sirven para crear un universo pero no para trasladarnos a  él. Jamás podré andar por Macondo. 

Y aun así a veces pienso en ellos; sigo estando en el mismo sitio donde me vieron por última vez. No se puede morir sin morir de verdad... Yo les veo a menudo, y les hablo, les hablo igual que un loco hablaría a su sombra, pero yo no estoy loco, yo les hablo porque sé que me escuchan, que el alma de las cosas es lo que en verdad perdura, y que eso no se disipa ni tras la niebla ni tras la nada. Ruge el viento, tan fuerte que lo arrastra todo a su soplo, la ropa tendida de la casa de enfrente parece que corra despavorida intentando escapar de algo o de alguien. Yo sigo aquí, sentado en la silla de mi escritorio, aun un poco abochornado, absorto por la inconsistencia, por la fragilidad de cada pensamiento que pasa ahora por mi cabeza. Escribo, releo lo que escribo y me pregunto: ¿tiene algún sentido? qué más da, prefiero no responder a eso, seguir en la duda... de todas formas, mañana será el mismo día.








martes, 18 de marzo de 2014

Retazos

Una sombra, una esperanza,
un agravio en mitad de la noche,
entre varios hombres
seguramente ausentes, tan vacíos
que el hueco se hizo infinito.
La verdad era otra cosa,
velada por un cristal opalino de color azul...
engañaba a sus sentidos,
a su inocencia, aun tierna,
blanda, casi frondosa.
Por su espalda se deslizaba la aurora,
pero no era la aurora,
era la noche en una noche de carnaval.

Se agrupan los sonidos, a veces
los sonidos tienden a agruparse,
a ser más así...
sonando al unísono,
flotando en el aire como flota la vida que es invisible,
o la que es insensible, la que no respira,
la que se halla muerta,
desterrada.
Y entonces: ¡Ding, Dong!
Algo sucede... y en verdad, ¿sucede algo?
la magia es eso: un suspiro tras el último aliento
¡Ding, Dong!
Es de noche, hace frío...
y parece que pronto lloverá,
que las gotas de lluvia mojarán el suelo,
y seguramente tus pies.
Tú, que andas, sin saber donde,
que hablas sin saber de qué,
que vives: ¿realmente vives?
¡Ding Dong!

Podemos acariciarnos si lo quieres,
sentirnos presos de lo que dicen que es el deseo,
Podemos herir nuestras pieles, hacernos temblar...
Podemos abrasar nuestro instinto y
quemar nuestras labios y arder después,
como vástagos de un nuevo mundo.
Y si te arrepientes, te seguiré besando,
y te seguiré queriendo aun en un sueño medio roto,
y en el confín de mi recuerdo te seguiré amando.
Porque quien ama, ¿puede tal vez dejar de amar?

Y tras todo, se verá  la nada,
la soledad amarga,
desolada, triste, tan sola...
A un lado, la sombra, y al otro, quizás tú...
Vendrán otros tiempos:
La escarcha, la rabia, la
locura innenarrable que supone el tedio,
el tiempo inescrutable,
igual que tu mirada,
igual que unos versos que trizasen el papel,
como si la sangre del monstruo de Frankenstein no fuese sangre,
 sino tinta,
la tinta de un extraño poema.
Así te amo... sin compasión.

Creo que eso es todo,
que un incendio devora en este instante la misma noche,
que una nota de mimbre se escapa ahora de un viejo laúd,
que tu alma me dice, bajito:
La poesía es una flor en una cueva,
tan extraña y tan ajena,
que quien la encuentra abandona, quizás,
para siempre.



lunes, 17 de marzo de 2014

Una felicidad perfecta

Ella jamás le vio en persona, apenas recordaba su nombre pero en cambio estaba enamorada de él... No podía asegurar por qué red se habían conocido, ni si le había dicho si tenía treinta o treinta y cinco años. Sin embargo hablaban cada día, a diario se comunicaban mediante una aplicación de mensajería instantánea y también se veían por la cámara web. Pronto surgió entre ellos el idilio y las ganas de celebrar una ciber boda por todo lo alto. Ella se imaginaba durmiendo a su lado, recostada sobre su pecho... Le gustaba leer acerca de historias de amor tal y como eran cien años atrás... ¡Qué tiempos! - pensaba- Añoraba un siglo en que la vida era algo más que aquello, en que los cuerpos anhelaban estrecharse con fuerza, apretarse impunemente provocando uno el dolor del otro. Ahora era distinto. Su madre podía ser cualquiera, y ese hombre, el hombre al que amaba con todo su instinto, al que le contestaba efusivamente con mensajes de amor - en realidad, de lo que le habían enseñado que era el amor- , podía ser incluso su hermano. Todo, por tanto, rebosaba de una normalidad supina, como si nada ni nadie pudiese desterrar aquella lenta cadencia que impregnaba cada latido de cada hombre recluido en su soledad. Junto a la fotografía que usaba en la aplicación, donde debía indicar su estado, escribió un resumen de lo que creía que era su vida: una felicidad perfecta.   


lunes, 24 de febrero de 2014

Silencios

A menudo las palabras son como losas, al pronunciarlas solemos arrastrar con ellas una parsimonia casi imperceptible, revelada solamente a aquellos finos oídos acostumbrados al más sepulcral silencio. Como si hablar nos provocase pereza, una especie de volátil cansancio que haciendo acopio de soporíferas rutinas (¿acaso alguna rutina puede ser divertida?) llegase a causarnos algo así como un nudo en la garganta, o si se prefiere, como si nos anudase la lengua en un vano intento de soportar mejor la soledad a la que la mayoría estamos destinados, o debería decir abocados.  Es cierto, no se me escapa el hecho de que hablar también puede llegar a ser agradable. Yo mismo he experimentado la sensación de estar disfrutando únicamente por decir cosas, con sentido o sin sentido, da igual, solo por decir uno puede remediar el alma unos instantes. El problema, diría yo, se halla en que, personalmente, nunca me ha interesado lo transitorio, busco lo eterno, lo que puede durar más allá de lo comprensible, lo que se extiende aun fuera de sus propios límites. Busco lo perenne en lo cotidiano, en la vulgaridad, en cada tramo de la más recóndita abstracción. Es por eso que no me interesa el lenguaje. 

Como no quiero omitir información, confieso que tardé nada más ni nada menos que diez años en pronunciar mi primera palabra. Antes de continuar, quiero reseñar por eso que en casa nunca oí la voz de nadie, ni tan siquiera el ladrido de un perro ni el zumbido de una mosca... Tanto mis padres como mis dos hermanos mayores, es cierto, hablaban ahí donde fuesen: en el supermercado, en la oficina, en la calle, en la escuela... pero jamás dijeron ni mu en casa. Esta circunstancia, seguramente sorprendente para casi cualquiera que la lea, la asumí pronto con absoluta naturalidad. Tendemos a imaginar que aquello a lo que nos acostumbramos terminamos acostumbrándonos debido a su carácter vital, cuando es al contrario, las cosas se tornan vitales porque nos acostumbramos a ellas, porque nos da miedo colisionar contra la ausencia, contra un horizonte baldío frente al que seguramente no sabríamos ni como nombrar: ¿Vacío? Fue una tarde otoñal, gris, como casi todas las tardes otoñales a las que aluden muchos poetas en sus poesías, quizás por eso hablé, porque intenté hacer un verso de tanta tristeza. Fue en casa de unos amigos de mis padres, íbamos a verles a menudo, al menos una vez al mes. Yo me quedaba jugando con su hija, dos años mayor que yo, en su cuarto, mientras ellos en el salón se reían y fumaban y de vez en cuando pegaban un grito. Clara, que es como se llamaba mi amiguita, siempre se esforzaba por hacerme hablar. Recuerdo perfectamente sus ojos, eran grandes y azules, tan serenos que parecía que en ellos cupiese entera la primera humanidad (la única que pecó de inocencia) Un día casi me hizo hasta reír, pero me contuve, me parecía que debía permanecer serio, que una carcajada podría ser el inicio de algo más. Por aquel entonces recuerdo que veía el mundo de otra forma, la geometría de las cosas era lo único importante para mí, lo único que a la postre podía aportarme algo... Me daba igual si una mesa era mesa o si en cambio era una caja de cartón lo suficientemente resistente  como para soportar el peso de un plato y un vaso. Para mí las letras eran líneas, mi abecedario lo constituían solo curvas y rectas. Aquella tarde fue diferente, ella se sentó conmigo al borde de la cama, traía un libro entre las manos, recuerdo perfectamente su título: "Edad prohibida", de Torcuato Luca de Tena. Me miró sonriendo, pero sonriendo de una manera como nunca antes lo había hecho. Esto seguramente pude percibirlo gracias a la especial atención que le prestaba yo entonces a las formas.... sus labios se curvaron menos de lo habitual y sus pupilas se dilataron un poco más que de costumbre... Yo también la miré, y estuvimos así un buen rato hasta que ella cogió mi mano y la puso sobre su mejilla. Parecía que nos comíamos el color de la piel. Dije muy bajito y despacio, cuando al fin el silencio arremetía contra mis entrañas y ya no hallaba forma de expresar lo que ocurría dentro de mí: C l a r a..., y luego otra vez, un poco más alto: C l a r a... Esto alteró el orden natural de los sucesos, que en vez de llevarme a pronunciar mamá me condujo directamente a decir el nombre de mi primer amor. Dije Clara, y la palabra sonó tan nítida y tan pura como el arrullo de las olas del mar.

Cuando llegamos a casa, la misma ley siguió su mismo curso. Yo no entendía porque no podíamos hablar, o quizás solo lo intuía, sin vislumbrar en el fondo el motivo exacto de aquel pacto un tanto tenebroso. Cenamos un poco de verdura, la que había sobrado del día anterior, pero tan si quiera al comer parecía que comiésemos, no emitíamos el menor sonido, engullíamos en un silencio tan límpido que hasta una Iglesia hubiese parecido un parque lleno de niños jugando a la pelota.


Hoy, con casi treinta años, me doy cuenta de que casi nada de lo que hice o pensé existió realmente, que no hubieron días felices ni días tristes, que el color rojo, por ejemplo, no es más rojo que el color amarillo. Por eso no hablábamos en casa, ahora lo comprendo, cuando he visto pasar de largo todas las cosas que parecían eternas. Todo cambia, todo. Y al final, siempre, indefectiblemente, todo desaparece. Aun y así, pese a lo que aprendí por mi cuenta y a lo que me enseñaron en casa, de vez en cuando me sorprendo a mí mismo diciendo en voz casi inaudible: Clara, dónde estarás ahora, Clara mía?

viernes, 31 de enero de 2014

Lo que tú entiendas

Las palabras a veces son parecidas a las figuritas de porcelana, apenas se escurren entre dos manos y se hacen mil pedazos; de esta manera la forma adquiere otra dimensión, se convierte en algo distinto.  Su sentido se curva y se transforma en lo opuesto a lo que originariamente quería (o podía) ser. No existe un significado incorruptible, todo tiende a la confusión, a un estado ambiguo sobre el que descansa el orden antes de ser arrojado al mundo... Es por este motivo que las personas no logramos comprendernos, que el diálogo es solo aquello que parece cuando dos seres hablan aunque no sepan muy bien sobre qué...   No espero, por tanto, ser yo inteligible, no espero que nadie extraiga ninguna conclusión de estas líneas, tal vez, la mejor de ellas sea la siguiente: "El lobo es una especie en extinción", o  quizás esta otra: "es en la cima ahí donde algunos héroes se atreven a llorar" El hombre inventó el lenguaje solo para poder decir que inventó una broma (tan inmensa y tan salvaje  que ya nadie puede dejar de creer en ella) ¿Podemos imaginar que el payaso no es payaso en su casa?, ¿no preferimos acaso creer que ese mundo farandulero y lleno de alegría es la vida en su esplendor? Por la noche el esoterismo envuelve a lo mundano, y lo mismo sucede entre el sinsentido y el lenguaje. Parecemos ebrios y en verdad queremos parecer sensatos, tan cuerdos que hasta creemos conveniente fingir algo de locura, soltar un: "mademoiselle, personnes et sommeil", luego sonreímos y estocamos la velada con una fuerte, estridente y en el fondo amarga risotada. No existe la tregua en esta manera de pensar... Doblegaremos el alma un poco, pera ya está, el alma no discurre, a lo sumo siente, esto es todo. Las palabras son como las bóvedas de las catedrales, tan solemnes y tan majestuosas que su ego se agiganta cuando alguien las oye o cuando al fin  logran colapsar las neuronas en su vano intento de ordenar el caos. Nada es tan sencillo, las máscaras, por ejemplo, no se ponen, es decir, se pueden poner, pero también se pueden colar, o pueden afrentarse, o pueden morir a la orilla del río, o todo a la vez. Hoy he soñado que alguien me entendía, pero en verdad era yo que hablaba para mis adentros, tan flojo y tan despacio que creí que iba a morirme.  


lunes, 6 de enero de 2014

Un día

Caen despacio, sin  conciencia, sin orden... Caen sin caer, sino más bien como aquel que desciende al abismo; sin quererlo, se inclinan si una corriente intenta pronunciarlas... y más tarde se escucha el sonido de la ausencia, de aquella fina gota de lluvia que rompe su agua contra el agua de un charco. Y la última noche ilumina la liturgia, la infinita depravación de una naturaleza desalmada, de un sueño tan hermoso que hasta parece que se diluya y que se esparza entre los resquicios de una nada inconquistable. Se esconden las sombras, o más bien huyen,  recelan del amargo sabor en que la noche las constriñe y se amparan entonces bajo la luz de un farol, ahí donde el mundo parece otro y donde los duendes, en forma de insectos que vuelan, traman la historia  de un nuevo universo. Se ven enanas las estrellas, o tal vez somos nosotros los que nos vemos tan pequeños, tan en medio de un espacio tan inmenso que en el fondo, un infierno, quizás no sea más que una hoguera apunto de extinguirse. Parece que hoy no hay nadie, que la lluvia haya deshecho a una humanidad de barro. Y es que aquí el hombre no es más que una mentira, una mera e insólita construcción, tan artificial e improbable como lo es un edificio, un zapato o incluso el reflejo de una moneda en un espejo milenario. Somos un recuerdo que se parece al olvido; no dejamos huella sino restos cósmicos, como antes que nosotros estuviésemos.  Se halla el hombre tan muerto como la mayoría de las cosas intrascendentes... Sigue la rutina, las mismas cosas continúan siendo de la misma manera, sin atisbo de un fraude que nos prometa algo más, ni de un fraude, ni de nada. Las mismas constelaciones adornan el mismo cielo el mismo día. ¿Acaso el tiempo existe? Caen despacio las últimas gotas de lluvia, pero no las vemos, estamos ciegos y sordos y mudos y apenas sentimos que un hilo nos moja la cara mientras se escurre sinuoso por nuestra pálida mejilla. O es la lluvia o es una lágrima que nunca sabremos que un día la lloramos.