Al mirar al horizonte parecía como si se pudiese caminar por
el cielo o como si se pudiese volar por el mar, los diferentes azules confluían
justo ahí, en un punto determinado y muy lejano de todo lo visible en un día
radiante con suficiente luz para iluminar toda la oscuridad del infinito. La
lontananza era una raya tan larga, tan inabarcable a primera vista, tan
trágicamente eterna, que le concedía ese aura de magnificencia que tal vez
solamente la luz crepuscular irradiada en el cielo de un bello, triste y
decadente atardecer podría parcialmente llegar a interponerse a su belleza,
justo como lo haría un diamante a
la juventud perecedera. No se oía más
que el rumor de las olas, al mar batiendo su cólera contra las rocas de un
acantilado. El resto era un silencio, un cautivador silencio que a uno le hechizaba
nada más escucharlo. Era un silencio que tenía que oírse. Cuando algo es
perfecto tiende a ser lo contrario de lo que su naturaleza le exige. Se oía,
pues, por cada rincón, por cada tramo que uno afinase el oído, aquel arpegio
maravilloso que sonaba como una música celestial tocada por el mayor virtuoso
entre los Dioses de los Dioses. El viento soplaba con fuerza, con tanto ahínco
que se veían volando, porque habían sido arrancadas, algunas copas de sus
árboles. Las farolas trazaban en el camino una temblorosa luz que al llegar a
la altura de los cedrales parecía que los lamiese en un acto de exacerbada
concupiscencia. Eran, también, perfectas las farolas, por eso iluminaban en un
día claro como aquel. La vida, reconcentrada en un puño, a punto de ser arrojada
y sumida al olvido, perdía poco a poco, lacónicamente, cada una de las realidades
que la conformaban. Las estrellas, las montañas, la sal de los cuerpos...Todo
se iba pareciendo cada vez más a un sueño embriagador, a una especie de locura soñada
por algún tipo de ser proveído de una sensibilidad especial. Nadie más podría
haber imaginado la sombra de una gaviota en forma de caballito de mar, lo
absurdo afloraba a cada paso, el sinsentido lo envolvía todo, dejando el
sentido al desnudo en medio de un erial tan salvaje que solo la pavesa de un
fuego apacible y renovador le hubiese salvado de convertirse en mera y pobre
tierra baldía, como así fue, como así dejo constancia que fue justo antes de
que un gallo cacarease al deslumbrarle el primer rayo de sol.
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