Todo, menos uno que escribe,
respiraba de una manera tan calmada, que casi llegué a olvidar que me hallaba
muerto. Yo había fallecido hacía ya más de cien años, justo antes de que
asesinaran a J.F. Kenedy. Mi muerte, como prácticamente todas, fue accidental
además de estúpida. Un trago de salmorejo fue el culpable de mi pronta
desaparición terrenal... Nos encontrábamos todos en el jardín, había invitado a
mis amigos para celebrar que aun nos seguíamos viendo, que pese al tiempo
transcurrido y algunas desgracias acaecidas que ahora no nos detendremos a
relatar, permanecíamos tan unidos como al principio. Preparé un salmorejo de
primero, desde hacía relativamente poco me había aficionado al arte culinario,
y quería mostrarles mi obra, hacerles degustar lo que para mí era un plato
exquisito digno del mejor restaurante de alta cocina. Lo cierto es que nada,
mientras licuaba el tomate, presagiaba lo terribles que las siguientes horas
iban a ser. El tiempo es caprichoso, no se detiene ni concede treguas, es como
un agujero que lo absorbe todo sin distinciones... No importa lo que fue o lo
que es, sino lo que inevitablemente vendrá. Eso es el tiempo, una eterna
incerteza que nos impide saber aquello que seremos. Pienso que los detalles la mayoría de las veces son
innecesarios, por ello sólo diré que una miga de pan se me quedó atravesada en
la garganta... Me llevaron al hospital y... bueno, lo demás os lo podéis
imaginar. A mi funeral no acudieron demasiadas personas, tal vez por mi
carácter en vida un poco terco, no lo sé, no me arrepiento de nada, pues al fin
y al cabo así pude asegurarme que a él no asistiera nadie por mero compromiso. Ya
sé que me alargo demasiado en cuestiones aparentemente menores y sin
importancia, y quizás valga más la pena, pensaréis, que os explique que es lo
que hay por aquí y en que consiste exactamente esto de estar muerto. Os diré
que la muerte es un estado que se alza en un lugar terrible, oscuro y
antitético, el error y la contradicción es la forma natural de todo lo aquí
visible, que no es gran cosa, por cierto. La nada es la causa de todo el
origen, la salvia que alimenta este enjambre de seres moribundos con ansias de
retornar. Somos como bailarinas que el aire, tras un soplo de afrenta, viola
sólo por ser bellas... La muerte nos arrebata el alma y nos vacía por dentro,
¿y luego? Ya regreso ya, retorno al hilo principal. Tal y como he comenzado
relatando, el otro día temí sentir una vez más un pálpito que me llevase a la
resurrección, como si de nuevo mis vísceras quisiesen interpelar a mi exánime
cuerpo, como si mis venas otra vez quisieran sentir mi sangre recorrerlas, como
si ya hubiese tenido bastante de aquel estado inerte, vegetativo, del que tanto
os vengo hablando. No era yo, sino las demás cosas: las paredes, la cama, la mesa,
el flexo, los libros, incluso la tenue luz que bate a veces la sombra de
nuestros descarnados rostros... todo, sorprendentemente, se contraía y agrandaba a un ritmo celestial,
tan armonioso que incluso dudé estar soñando. ¡Si ya no sueño! - me dije- Sólo
es otra idea, otro pensamiento que evoco para expulsar de mí lo que todavía ni
existe -aunque me pese...- Y después caí
rendido. De golpe ahí se cernió una oscuridad más profunda de lo habitual...
los sonidos provenientes de lejos llegaban como las olas que apenas llegan a
encaramarse sobre la arena de la playa: lacerados, apenas perceptibles... Y como
una madre que abandonase a su hijo, una espuma blanca permanecía un breve
instante...