martes, 24 de septiembre de 2013

Horizontes contradictorios

Todo, menos uno que escribe, respiraba de una manera tan calmada, que casi llegué a olvidar que me hallaba muerto. Yo había fallecido hacía ya más de cien años, justo antes de que asesinaran a J.F. Kenedy. Mi muerte, como prácticamente todas, fue accidental además de estúpida. Un trago de salmorejo fue el culpable de mi pronta desaparición terrenal... Nos encontrábamos todos en el jardín, había invitado a mis amigos para celebrar que aun nos seguíamos viendo, que pese al tiempo transcurrido y algunas desgracias acaecidas que ahora no nos detendremos a relatar, permanecíamos tan unidos como al principio. Preparé un salmorejo de primero, desde hacía relativamente poco me había aficionado al arte culinario, y quería mostrarles mi obra, hacerles degustar lo que para mí era un plato exquisito digno del mejor restaurante de alta cocina. Lo cierto es que nada, mientras licuaba el tomate, presagiaba lo terribles que las siguientes horas iban a ser. El tiempo es caprichoso, no se detiene ni concede treguas, es como un agujero que lo absorbe todo sin distinciones... No importa lo que fue o lo que es, sino lo que inevitablemente vendrá. Eso es el tiempo, una eterna incerteza que nos impide saber aquello que seremos. Pienso que  los detalles la mayoría de las veces son innecesarios, por ello sólo diré que una miga de pan se me quedó atravesada en la garganta... Me llevaron al hospital y... bueno, lo demás os lo podéis imaginar. A mi funeral no acudieron demasiadas personas, tal vez por mi carácter en vida un poco terco, no lo sé, no me arrepiento de nada, pues al fin y al cabo así pude asegurarme que a él no asistiera nadie por mero compromiso. Ya sé que me alargo demasiado en cuestiones aparentemente menores y sin importancia, y quizás valga más la pena, pensaréis, que os explique que es lo que hay por aquí y en que consiste exactamente esto de estar muerto. Os diré que la muerte es un estado que se alza en un lugar terrible, oscuro y antitético, el error y la contradicción es la forma natural de todo lo aquí visible, que no es gran cosa, por cierto. La nada es la causa de todo el origen, la salvia que alimenta este enjambre de seres moribundos con ansias de retornar. Somos como bailarinas que el aire, tras un soplo de afrenta, viola sólo por ser bellas... La muerte nos arrebata el alma y nos vacía por dentro, ¿y luego? Ya regreso ya, retorno al hilo principal. Tal y como he comenzado relatando, el otro día temí sentir una vez más un pálpito que me llevase a la resurrección, como si de nuevo mis vísceras quisiesen interpelar a mi exánime cuerpo, como si mis venas otra vez quisieran sentir mi sangre recorrerlas, como si ya hubiese tenido bastante de aquel estado inerte, vegetativo, del que tanto os vengo hablando. No era yo, sino las demás cosas: las paredes, la cama, la mesa, el flexo, los libros, incluso la tenue luz que bate a veces la sombra de nuestros descarnados rostros... todo, sorprendentemente,  se contraía y agrandaba a un ritmo celestial, tan armonioso que incluso dudé estar soñando. ¡Si ya no sueño! - me dije- Sólo es otra idea, otro pensamiento que evoco para expulsar de mí lo que todavía ni existe -aunque  me pese...- Y después caí rendido. De golpe ahí se cernió una oscuridad más profunda de lo habitual... los sonidos provenientes de lejos llegaban como las olas que apenas llegan a encaramarse sobre la arena de la playa: lacerados, apenas perceptibles... Y como una madre que abandonase a su hijo, una espuma blanca permanecía un breve instante...