viernes, 31 de mayo de 2013

Ansiada perfección

La vi varias veces desnuda esconderse entre las blanquísimas nubes de aquel día estival... Alzaba la mirada al cielo y la veía alegre, saltando sobre capas de algodón como una niña que no tuviese nada por lo que preocuparse realmente. Solía reírse sola, pues sola estaba, a tanta distancia del primer ser humno con el que podría entablar conversación, que, sin apenas dudarlo, afirmaríamos que ahí la vida era posible, una aspiración al alcance de cualquiera.

Yo estaba en el submundo de su mundo, recostado sobre el tronco de una milenaria encina, en un lugar tan irreconocible que parecía haberse hecho realidad al mismo tiempo que un mago pronunciaba las palabras escritas  de un libro en el que la belleza apenas podía contenerse en sus letras. Contemplaba el lago, procurando transitar con volubilidad por todos los recuerdos que acudían a mi cabeza, o a mi memoria, o a donde sea que los recuerdos acudan. Era al atardecer, cuando los rayos de sol comienzan a acoquinarse y desmerecen el brío con que horas antes inundaron la pátina que recubre al mundo que habitamos, y cuando el tono de la vida muda con sutileza, casi de manera imperceptible.

Aquella calma sobrecogedora terminaba por aburrirme, era extraña la perfección que contemplaban mis ojos al mirar en frente, al observar el alma añil de las cosas, al fin, de todo lo que se inclinaba hacia mí, igual que en un sueño fastuoso donde algo nos revela que lo soñado es fugaz; un instante atrofiado como una nota musical por la sordina.        

Me bastaba, por tanto, inclinar el cuello hacia arriba... Cada vez que lo inclinaba parecía que sorbiese aquel majar de los Dioses llamado ambrosía. Ello no me amedrentaba, no me importaba estar lejos del Olimpo, porque así al menos la veía, aunque solamente la viese esconderse si se daba cuenta de que yo la miraba.


Alguna vez se dio la vuelta. Su cuerpo, girado de aquella manera, parecía el escorzo de una Venus, sobre su espalda refulgían como ópalos incandescentes los deseos que el calor de sus mejillas ataviaba tan infantilmente. La hubiera besado, a pesar de la distancia, tal vez un ínfimo roce de nuestros labios hubiese bastado para rendirme, para al fin poder ahogar la incesante ansia de búsqueda de la perfección.  

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