Caen despacio, sin conciencia, sin orden... Caen sin caer, sino
más bien como aquel que desciende al abismo; sin quererlo, se inclinan si una
corriente intenta pronunciarlas... y más tarde se escucha el sonido de la
ausencia, de aquella fina gota de lluvia que rompe su agua contra el agua de un
charco. Y la última noche ilumina la liturgia, la infinita depravación de una
naturaleza desalmada, de un sueño tan hermoso que hasta parece que se diluya y
que se esparza entre los resquicios de una nada inconquistable. Se esconden las
sombras, o más bien huyen, recelan del
amargo sabor en que la noche las constriñe y se amparan entonces bajo la luz de
un farol, ahí donde el mundo parece otro y donde los duendes, en forma de
insectos que vuelan, traman la historia
de un nuevo universo. Se ven enanas las estrellas, o tal vez somos
nosotros los que nos vemos tan pequeños, tan en medio de un espacio tan inmenso
que en el fondo, un infierno, quizás no sea más que una hoguera apunto de
extinguirse. Parece que hoy no hay nadie, que la lluvia haya deshecho a una
humanidad de barro. Y es que aquí el hombre no es más que una mentira, una mera
e insólita construcción, tan artificial e improbable como lo es un edificio, un
zapato o incluso el reflejo de una moneda en un espejo milenario. Somos un
recuerdo que se parece al olvido; no dejamos huella sino restos cósmicos, como
antes que nosotros estuviésemos. Se
halla el hombre tan muerto como la mayoría de las cosas intrascendentes... Sigue
la rutina, las mismas cosas continúan siendo de la misma manera, sin atisbo de
un fraude que nos prometa algo más, ni de un fraude, ni de nada. Las mismas
constelaciones adornan el mismo cielo el mismo día. ¿Acaso el tiempo existe? Caen
despacio las últimas gotas de lluvia, pero no las vemos, estamos ciegos y
sordos y mudos y apenas sentimos que un hilo nos moja la cara mientras se
escurre sinuoso por nuestra pálida mejilla. O es la lluvia o es una lágrima que
nunca sabremos que un día la lloramos.
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