lunes, 14 de abril de 2014

Ni tiempo ni distancia


La distancia no es un motivo por el que las cosas puedan llegar a cambiar realmente, ni tan siquiera una excusa que pueda usarse ante la confusión que causa siempre lo novedoso. En el fondo, la distancia no es nada, solamente un poco más de lo que habitualmente nos separa, una grieta ensanchada que tiende algunas veces a operar en nuestra memoria. Sin quererlo, entonces, recordamos, nos vemos jóvenes cuando por error, distracción, o simple nostalgia ataviada con un manto negro, de una tela extraña, rememoramos aquél que éramos una o dos semanas atrás, apenas cuando la herida que nos hicimos mientras cortábamos una rebanada de pan empezaba a cicatrizar. ¡Como si pudiésemos envejecer tanto en unos días! !como si el climaterio pudiese llegar de repente y mermar de golpe todas nuestras condiciones!... Parece mentira, pero algunos sienten que en unas horas les resulta más difícil respirar el aire. Son ellos quienes se convierten en siervos de su contradictoria insurrección, quienes son impulsados a la desidia, quienes, a la postre, no pueden verlo todo como un continuo sino como un camino eterno de infinitas rocas arrojadas al océano...¿Qué sentido tiene fragmentar lo que no es más que una misma cosa?, ¿Por qué nos empeñamos en  lo contrario si el contrario de lo contrario es siempre la opción más simple? Creemos ver en lo irreversible la prueba definitiva del paso del tiempo igual que vemos en la ausencia la última evidencia de la distancia; que absurdo. ¿Acaso cuando en un día ventoso el oleaje rompe con fuerza contra las rocas sobre las que se alza una valla que separa dos fronteras, no escampa su espuma en todas direcciones? y en el fondo, ¿no somos lo mismo nosotros...? Si miro a mi derecha veo a través de la ventana a las gaviotas, aquí forman parte del paisaje, son uves que vuelan en círculo. Majestuosas, se inclinan y descienden un poco. Casi empiezo a distinguirlas, puedo mirarlas durante largo tiempo, quedarme ahí, frente al cristal, embobado, esperando a que no termine nunca el espectáculo... Rara vez aletean, quizás es por eso que me fascinan, porque vuelan sin volar, como si llevasen dentro suyo un motor que las sostuviera en el aire y también las propulsase. Los días son hermosos, grises pero de una belleza inenarrable. La neblina desdibuja las montañas, concediendo a la bahía el color del espejismo... parece, por las mañanas, al despertar, que siga el mismo sueño de la noche.  Todo permanece exánime (si lo exánime, claro, puede permanecer), parecido a lo que esperaríamos encontrar si llegásemos al interior de nuestro ser. Pero lo que digo son solo palabras, nada que tenga en verdad algo que ver con lo que son las formas, las tonalidades, el olor, los vestigios de un lugar, las palabras sirven para crear un universo pero no para trasladarnos a  él. Jamás podré andar por Macondo. 

Y aun así a veces pienso en ellos; sigo estando en el mismo sitio donde me vieron por última vez. No se puede morir sin morir de verdad... Yo les veo a menudo, y les hablo, les hablo igual que un loco hablaría a su sombra, pero yo no estoy loco, yo les hablo porque sé que me escuchan, que el alma de las cosas es lo que en verdad perdura, y que eso no se disipa ni tras la niebla ni tras la nada. Ruge el viento, tan fuerte que lo arrastra todo a su soplo, la ropa tendida de la casa de enfrente parece que corra despavorida intentando escapar de algo o de alguien. Yo sigo aquí, sentado en la silla de mi escritorio, aun un poco abochornado, absorto por la inconsistencia, por la fragilidad de cada pensamiento que pasa ahora por mi cabeza. Escribo, releo lo que escribo y me pregunto: ¿tiene algún sentido? qué más da, prefiero no responder a eso, seguir en la duda... de todas formas, mañana será el mismo día.








No hay comentarios:

Publicar un comentario