La distancia
no es un motivo por el que las cosas puedan llegar a cambiar realmente, ni tan
siquiera una excusa que pueda usarse ante la confusión que causa siempre lo
novedoso. En el fondo, la distancia no es nada, solamente un poco más de lo que
habitualmente nos separa, una grieta ensanchada que tiende algunas veces a
operar en nuestra memoria. Sin quererlo, entonces, recordamos, nos vemos
jóvenes cuando por error, distracción, o simple nostalgia ataviada con un manto
negro, de una tela extraña, rememoramos aquél que éramos una o dos semanas
atrás, apenas cuando la herida que nos hicimos mientras cortábamos una rebanada
de pan empezaba a cicatrizar. ¡Como si pudiésemos envejecer tanto en unos días!
!como si el climaterio pudiese llegar de repente y mermar de golpe todas
nuestras condiciones!... Parece mentira, pero algunos sienten que en unas horas
les resulta más difícil respirar el aire. Son ellos quienes se convierten en
siervos de su contradictoria insurrección, quienes son impulsados a la desidia,
quienes, a la postre, no pueden verlo todo como un continuo sino como un camino
eterno de infinitas rocas arrojadas al océano...¿Qué sentido tiene fragmentar
lo que no es más que una misma cosa?, ¿Por qué nos empeñamos en lo contrario si el contrario de lo contrario
es siempre la opción más simple? Creemos ver en lo irreversible la prueba
definitiva del paso del tiempo igual que vemos en la ausencia la última
evidencia de la distancia; que absurdo. ¿Acaso cuando en un día ventoso el
oleaje rompe con fuerza contra las rocas sobre las que se alza una valla que
separa dos fronteras, no escampa su espuma en todas direcciones? y en el fondo,
¿no somos lo mismo nosotros...? Si miro a mi derecha veo a través de la ventana
a las gaviotas, aquí forman parte del paisaje, son uves que vuelan en círculo.
Majestuosas, se inclinan y descienden un poco. Casi empiezo a distinguirlas,
puedo mirarlas durante largo tiempo, quedarme ahí, frente al cristal, embobado,
esperando a que no termine nunca el espectáculo... Rara vez aletean, quizás es
por eso que me fascinan, porque vuelan sin volar, como si llevasen dentro suyo
un motor que las sostuviera en el aire y también las propulsase. Los días son
hermosos, grises pero de una belleza inenarrable. La neblina desdibuja las
montañas, concediendo a la bahía el color del espejismo... parece, por las
mañanas, al despertar, que siga el mismo sueño de la noche. Todo permanece exánime (si lo exánime, claro,
puede permanecer), parecido a lo que esperaríamos encontrar si llegásemos al
interior de nuestro ser. Pero lo que digo son solo palabras, nada que tenga en
verdad algo que ver con lo que son las formas, las tonalidades, el olor, los
vestigios de un lugar, las palabras sirven para crear un universo pero no para
trasladarnos a él. Jamás podré andar por
Macondo.
Y aun así a veces pienso en ellos; sigo estando en el mismo sitio donde me vieron por última vez. No se puede morir sin morir de verdad... Yo les veo a menudo, y les hablo, les hablo igual que un loco hablaría a su sombra, pero yo no estoy loco, yo les hablo porque sé que me escuchan, que el alma de las cosas es lo que en verdad perdura, y que eso no se disipa ni tras la niebla ni tras la nada. Ruge el viento, tan fuerte que lo arrastra todo a su soplo, la ropa tendida de la casa de enfrente parece que corra despavorida intentando escapar de algo o de alguien. Yo sigo aquí, sentado en la silla de mi escritorio, aun un poco abochornado, absorto por la inconsistencia, por la fragilidad de cada pensamiento que pasa ahora por mi cabeza. Escribo, releo lo que escribo y me pregunto: ¿tiene algún sentido? qué más da, prefiero no responder a eso, seguir en la duda... de todas formas, mañana será el mismo día.
Y aun así a veces pienso en ellos; sigo estando en el mismo sitio donde me vieron por última vez. No se puede morir sin morir de verdad... Yo les veo a menudo, y les hablo, les hablo igual que un loco hablaría a su sombra, pero yo no estoy loco, yo les hablo porque sé que me escuchan, que el alma de las cosas es lo que en verdad perdura, y que eso no se disipa ni tras la niebla ni tras la nada. Ruge el viento, tan fuerte que lo arrastra todo a su soplo, la ropa tendida de la casa de enfrente parece que corra despavorida intentando escapar de algo o de alguien. Yo sigo aquí, sentado en la silla de mi escritorio, aun un poco abochornado, absorto por la inconsistencia, por la fragilidad de cada pensamiento que pasa ahora por mi cabeza. Escribo, releo lo que escribo y me pregunto: ¿tiene algún sentido? qué más da, prefiero no responder a eso, seguir en la duda... de todas formas, mañana será el mismo día.
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