Me miras
sonriendo, eras un poco más joven, pero si te digo la verdad casi no has
cambiado nada. Continúas teniendo la misma mirada, tan clara que uno piensa que
nada malo pudiese salir de esos ojitos, de esas estrellas que tanto brillan
cuando te ríes.
Estás sentada
sobre una piedra abandonada entre arbustos. ¡Cuánta vegetación!, parece que
estés en el cielo de los bosques, esperando tal vez que algo ocurra, o aun
mejor, quizás no esperas nada, sonríes y eso es todo. Las cosas siempre
deberían ser así, tan simples como parecen. ¿No crees que no vale la pena
complicarse tanto cuando tenemos en nuestras manos hacerlo fácil?
Llevabas un
peinado distinto, casi no me acuerdo de cuando te hacías la raya en medio y te
caían esos dos mechones a cada lado de la cara; te concedían a la expresión un
aire juvenil, como de niña que todavía sabe que no es mujer y que aun puede
jugar con su expresión sin importarle los prejuicios ni la insensatez que nos
gobierna a menudo a los adultos. Creo que ese día hacía un poco de viento, pero
quizás me equivoco. Me fijo en alguno de tus cabellos y me da la sensación de
que están en otro sitio, como si el aire los hubiese recolocado ahí, tratando
seguramente de hacer brotar la
espontaneidad, de estrujar hasta la última gota de vida al instante.
Tienes las
piernas cruzadas, ¿Cómo es eso?, nunca te ha gustado estar con las piernas
cruzadas, siempre me has dicho que eso es lo peor, que no es bueno para las
rodillas, que es una posición incómoda y no sé cuantas cosas más. Para ti no
hay nada peor en el mundo que aquello sobre lo que en un momento determinado hablas
de manera subversiva. ¡Eres adorablemente exagerada!
Te quiero,
pero eso no tiene ningún mérito, créeme. Lo difícil, lo realmente encomiable,
sería no quererte, claro, si es que, como dicen, en lo imposible se encuentra
el mérito. Yo lo dudo, opino que la esperanza se halla en que un día podamos bucear
en lo trivial y sentir que hemos vencido nuestros miedos, en que no temamos gritar
bien alto que somos felices por tener poco, por no haber recorrido mundo, por
apenas tener un piso pequeñito donde sí cabemos nosotros pero en cambio, nuestros
recuerdos, como el excesivo aire en un globo, puede que casi derriben las
paredes. La esperanza, como te digo, se halla ahí, si a cambio, por supuesto,
aprendemos a valorar lo esencial, es decir, si comprendemos que el amor es lo
único que mueve al mundo, ¿no te parece?
Te sigo
mirando, no te creas que no. Te tengo justo enfrente. Tienes los brazos caídos,
en reposo, como si la gravedad los atrajese especialmente a ellos mientras el
resto permanece inmutable a cualquier ley. Tus manos parecen más lánguidas, y
también más blancas, de una fragilidad seguramente propia de la inexperiencia.
El tiempo nos hace más fuertes. Ahora que caigo, ¿no fue aquel el verano en que
te pusiste tan morena? no lo sé, los recuerdos se agolpan en mi cabeza y la
verdad es que, como bien sabes, nunca he sido capaz de distinguir nada en el
tiempo, para mí fue ayer cuando salté contigo en brazos un charco y nos caímos
los dos al suelo... ¿cuánto hará de aquello?
Veo también una botellita de
agua, creo que está vacía, a menudo llevas contigo una botella de agua. Siempre
me ofreces, me dices que es muy importante hidratarse, y yo, de primeras, te
contesto que no quiero, pero luego vuelves a preguntarme - ¿seguro?-, y yo
cedo, me das la botella y bebo uno o dos tragos. Reconozco que, aunque sea un tozudo y
me cueste admitirlo, tienes razón en muchas de las cosas que me dices. ¿Por qué
me gustará tanto llevarte la contraria?
No hace falta que siga
mirando a la fotografía, me la sé de memoria, además, te veo aunque no te mire.
Amor, podría verte aunque dejase de ser yo, aunque ahora mismo dejase de
respirar. Porque a los seres que se quieren, cielo, se les ve con el alma y no
con los ojos.
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